Por José Gilberto Valdés
Durante cinco siglos y
tres años, la otrora Villa de Santa María del Puerto del Príncipe ha marchado
en la consolidación de páginas de historia y un acervo cultural que la
distingue en el archipiélago cubano. Los hombres y mujeres
se sienten orgullosos y satisfechos por estos resultados en una de las primeras siete poblaciones
fundadas por los conquistadores españoles en Cuba y en América.
De tal manera es el estado afectivo que quieren más, lo
cual constituye un nuevo reto para continuar el próspero camino.
Según la tradición -más que teorías y criterios historiográficos-
todo comenzó el dos de febrero de 1514, cuando la campaña de colonización “pacífica” y “evangelizadora” de
Cuba, emprendida por Diego Velázquez, llegó a Punta del Güincho, en la hermosa
Bahía de Nuevitas. En ese lugar, coincidieron un teniente de apellido Ovando, con
su pelotón de jinetes, y otro grupo de españoles que arribaron por mar, procedentes
de la villa primada de Baracoa.
‘…reunidos todos y
bajo la misma cruz que allí plantó el Almirante el 18 de noviembre de 1492, se
procedió a la fundación de la villa, con el ceremonial de costumbre”, asegura
Jorge Juárez Cano, en su libro Apuntes de Camagüey.
El punto costero era bueno para la defensa ante cualquier
contingencia y el comercio. Con estas
intenciones, se construyeron la empalizada y primeras viviendas con recursos maderables
abundantes a la mano. Pero imaginamos que los meses posteriores la naturaleza
fue adversa. Aún en la actualidad resulta insostenible en esa zona la plaga de
mosquitos y jejenes.
Un par de años después,
la carencia de agua potable, incluso para una agricultura de subsistencia, motivaron el traslado tierra adentro, hacia
una llanura bañada por el río Caonao. Sin embargo las
relaciones con los indocubanos del cacicazgo no fueron cordiales por la
explotación que sometían los colonos a los primeros pobladores en la extracción
de oro y otras tareas.
Al tiempo se sublevan los nativos, quienes atacan y
queman el segundo asentamiento. A marcha forzada, en enero de 1528, la Villa Principeña viajó sobre los
hombros de los moradores sobrevivientes hasta una tierra prometedora, situada
entre los ríos Tínima y Hatibonico. La zona era conocida por los aborígenes con
el topónimo Camagueybax. Su cacique los recibe de buena gana y facilitó alojamiento, agua, leña y provisiones
de viandas y frutas.
Las buenas tierras de
este lugar distante del mar, casi al medio de la Isla, facilitan además de la
explotación minera del oro, el desarrollo de la agricultura y sobre todo la
ganadería. Ya en el año 1741, la Villa contaba con 13 000 habitantes y en
cierta manera habían mejorado las condiciones constructivas de las viviendas y
otras edificaciones gubernamentales y religiosas. Desde entonces está presente
el singular trazado de las calles estrechas y sinuosas que enlazan plazas y
plazuelas, característica del centro histórico de la ciudad.
Durante la temporada de
sequía mermaban, igualmente, las reservas de agua en el nuevo asentamiento y
cuatro décadas después, un grupo de alfareros inician la fabricación de vasijas
de barro rojo, semejantes a las clásicas andaluzas. Durante siglos, los
habitantes han apreciado la existencia de los tinajones, los cuales ha tejido
sus propias leyendas desde testigo de amores prohibidos, conspiraciones y hasta
la singular frase amistosa “Quien tome de mi agua, se queda en Camagüey.”
En la formación de la
nacionalidad cubana los “príncipeños” también han jugado un papel fundamental,
desde las luchas independentistas en que tuvieron como paradigma a Salvador
Cisneros Betancourt (1828 - 1914), quien
llegó a ser presidente de la República en Armas, y a Ignacio Agramonte Loynaz (1841
- 1873) que alcanzó los grados de Mayor General en la Guerra de los Diez Años,
al frente de la caballería mambisa que era el terror de los soldados españoles.
No fue hasta el año 1903 que asume el nombre indígena de
Camagüey, relacionado con el arbusto silvestre abundante en la zona de la
Camagüa, o derivado del cacicazgo.
Los lugareño, en sucesión
de generaciones, se vanaglorian de una cultura que tiene figuras culminantes en
Gertrudis Gómez de Avellanada, primera poetisa romántica hispanoamericana, de la
primera expresión literaria del Espejo de paciencia, escrito durante los primeros
años del siglo XVII, por Silvestre de Balboa, y por supuesto del Poeta Nacional
Nicolás Guillén.
Aquí nacieron en la
otrora Villa de Santa María del Puerto de Príncipe el eminente científico
Carlos Juan Finlay Barres, descubridor del agente transmisor de la fiebre
amarilla, y el filósofo Enrique José Varona, impulsor de la psicología cubana.
En la hora de recuento
este 2 de febrero, aquí estamos los camagüeyanos y camagüeyanas, cautivadores y
educados, preservando orgullosos en la
modernidad la idiosincrasia forjada en una
villa histórica y cultural.
FUENTES
Para una historia de
Puerto Príncipe/ M SC. Elda E. Cento Gómez
Apuntes de Camagüey/ Jorge
Juárez Cano, en su libro
Las miradas renovadas de
Santa María / Yahily Hernández Porto
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