Por Ernesto Pantaleón Medina
Un día de febrero el amor, ese ente travieso, maravilloso e impredecible, decidió recorrer el mundo, como solo a los ángeles y a los dioses buenos les es dado (o al menos eso piensan algunos mortales).
En su vuelo por encima de mares, bosques y montañas se
deleitó con visiones de embeleso, como la de aquellos grupos de niños y niñas
jugando con pelotas de nieve, o los jóvenes excursionistas que sudorosos y
sonrientes, desafiaban las alturas en un feliz remedo de cabras o águilas, o
los otros, que mucho más allá retozaban entre las olas.
Avistó parques soleados o pintados de ocaso, donde
parejas de distintas edades entrelazaban
sus manos y compartían sueños, esperanzas y alguna que otra frustración,
que de ellas también se ha hecho la vida.
¨Pero no todo es luz en este mundo –así pensó el amor con
gesto serio, muy serio y preocupado—también hay humo, estruendo, llamas, horror
y llanto pugnando por desterrar la bondad, la risa y el respeto¨.
Voló horas y horas nuestro viajero, y allí en la
semioscuridad de un atardecer plomizo de invierno, descubrió a un hombre en la
más avanzada vejez, sentado en el portal de una destartalada cabaña.
Con pupila y labios apretados el viejo miraba al vacío,
sin apreciar los juegos de las últimas luces entre las hojas del cercano
bosque, ni como el sol poniente despedía sus últimos rayos, esos que algunos
aseguran son de color verde, como la esperanza de que mañana amanecerá un nuevo
día.
Entonces, por primera vez, detuvo su vuelo el amor, tras
revolotear unos instantes, para posarse sigiloso sobre el hombro del
entristecido, tan levemente que éste apenas sintió como un ligero roce de la
brisa.
Y ocurrió el milagro: la olvidada sonrisa estremeció las
arrugas de aquel rostro de afectos marchitos que apenas recordaba la última
caricia, y el anciano, con paso nuevo, se dirigió silbando una desconocida
tonada a buscar las ropas que vestía los antiguos domingos, cuando se reunía
alegre la familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario