Por José Gilberto Valdés
Desde el 24 de febrero de
1895 en los montes de Cuba se
escuchaba nuevamente el sonido del clarín y los patriotas
respondían con el acero al acero. Pinos nuevos y experimentados mambises se
disponían a lograr, de una vez por todas, la independencia del colonialismo español.
Había terminado la tregua fecunda, tras la Guerra de los Diez Años (1868 -
1878).
Cientos de kilómetros hacia
la salida del sol, en un apacible y pintoresco lugar de la costa norte de
República Dominicana, bautizado por Cristóbal Colón como Montecristi (Monte Christy 1493),
las noticias del reinicio de la contienda bélica van de boca en boca de los conspiradores.
Ahí coinciden dos hermanos
de ideales: el prestigioso general Máximo Gómez, delgado, barba blanquecina, mirada viva y penetrante, que quiere sentir otra vez el fervor de las cargas al
machete de la caballería, y el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, José
Martí cuyo verbo apasionado y profundo había levantado voluntades para reanimar,
entre tropiezos y gratificantes espaldarazos, el movimiento insurreccional en
la Mayor de las Antillas.
La convergencia de los líderes
del alzamiento tiene el objetivo de ajustar la trama conspirativa para incrementar
la lucha en tierras cubanas. Se propone que Gómez y otros viejos luchadores se
sumen a las operaciones combativas, en tanto Martí regresaría a New York, para
asegurar pertrechos, hombres y el apoyo propagandístico. El Delegado acata
disciplinadamente la decisión, pero no pudieron convencerlo en una segunda
oportunidad del análisis del escenario incipiente de la Revolución.
Transciende paralelamente un importante acontecimiento cuando ambos
avezados conspiradores dedican intensas horas a la redacción del programa de acción política
y militar que denominan Manifiesto a Cuba del Partido Revolucionario, el cual
rubrican el 25 de marzo de 1895 y en cuyo primer párrafo declaran:
"La
revolución de independencia, iniciada en Yara después de su preparación
gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra, en virtud
del orden y acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en la Isla,
y de la ejemplar congregación en él de todos los elementos consagrados al
saneamiento y emancipación del país, para bien de América y del mundo...
Este valioso documento pasa
a la historia como Manifiesto de Montecristi y constituye, sin dudas, una
importante arma en la guerra de pensamiento, contra el gobierno colonial empeñado
en desacreditar el movimiento revolucionario que se expandía por toda Cuba.
Días después de su rúbrica, se
traspasan hábilmente las fisuras en el espionaje y las manipulaciones diplomáticas
de la metrópoli, para llevar el patriótico texto a la imprenta fuera del suelo
dominicano y distribuir, posteriormente, dentro de Cuba y gobiernos
latinoamericanos unos diez mil ejemplares del argumento para estrechar filas en
favor de la continuación de la guerra independentista.
Se actúa con mucha cautela para
evitar indiscreciones, pero impuestos de la premura de multiplicar el
Manifiesto, incluso el Delegado da
instrucciones a sus colaboradores en New York que no se empleen los talleres de
impresión donde se editaba el periódico Patria. Aún estaba latente el revés del
Plan Fernandina, donde se incautaron los recursos previstos para una guerra de
corta duración en la Isla.
El Manifiesto de Montecristi formaba parte
de la batalla ideológica orientada por José Martí en los preparativos de la contienda: “De pensamiento es la guerra
mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento.”
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